Uruguay tiene en vigor unos 30 tratados bilaterales de protección de inversiones (TBI), casi todos ellos firmados y ratificados bajo gobiernos blancos y colorados, y algunos pendientes de ratificación, entre ellos uno entre Japón y Uruguay suscrito en enero de 2015, que el Ejecutivo remitió al Parlamento en octubre de 2015.
Recién terminamos de salir del juicio de Philip Morris contra Uruguay y aunque ya se está dirimiendo otra demanda en nuestra contra en el Centro Internacional de Arreglos de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), de la empresa estadounidense de telecomunicaciones Italba, hay presiones para que Uruguay firme y/o ratifique nuevos tratados de inversiones y tratados de libre comercio (TLC).
Antes de firmar o ratificar nuevos TBI se impone una evaluación de los impactos de los tratados vigentes, así como un análisis de sus disposiciones que tome en cuenta el debate internacional que se ha generado en torno a estos tratados, debido a los amplios beneficios que les otorgan a las empresas transnacionales en detrimento de las políticas públicas, los derechos humanos y la soberanía nacional, y a la multiplicación de demandas y laudos que los tribunales de arbitraje de inversiones han dictado contra estados soberanos.
Uruguay corrió con mucha suerte en la demanda de Philip Morris -que fue identificada a nivel internacional como una de las más arbitrarias y descabelladas- y abonó el debate mundial sobre los excesos del sistema de solución de controversias inversionista-Estado que este tipo de tratados habilita, y sobre la pujante e inmoral industria de bufetes de abogados que lucran con ese sistema y promueven y se benefician de la multiplicación de las demandas de inversionistas contra Estados.
Uruguay contó además con el poderosísimo apoyo de la Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud, que se presentaron como amigos de la corte en defensa de Uruguay, cuando la mayoría de las veces son organizaciones no gubernamentales las que se presentan como amigos de la corte y por lo general son rechazadas por los tribunales de arbitraje.
No es en absoluto atrevido suponer que fue en parte gracias a todas estas circunstancias que el tribunal de arbitraje del CIADI absolvió a Uruguay de toda culpa en el caso, para salvar así su reputación y la del régimen internacional de protección de inversiones en su conjunto.
No hay que olvidar tampoco, antes de firmar o ratificar nuevos acuerdos de este tipo, las numerosas amenazas de demandas internacionales que ya sufrió nuestro país, amparadas en algunos de los TBI vigentes -Katoen Natie (TBI con Bélgica) y Farmashop (TBI con Chile)- y que tuvieron conocidas e importantes consecuencias inmediatas.
No podemos ignorar el debate internacional y las acciones que han tomado numerosos países frente al régimen actual de protección de inversiones. Algunos ya denunciaron y se retiraron del CIADI y otros están considerando hacerlo. Aplaudimos en ese sentido la iniciativa de algunos sectores del Frente Amplio en el Parlamento reclamando que Uruguay transite ese mismo camino. Ecuador llevó a cabo una auditoría de sus tratados para evaluar impactos. Sudáfrica, Indonesia e India ya denunciaron todos o algunos de sus TBI o están planteando su renegociación. Otros, como Polonia y Eslovaquia, están cuestionando y reformulando muchas de las cláusulas centrales de los TBI y la pertinencia de las disposiciones de solución de controversias que habilitan a los inversionistas extranjeros a demandar a los estados ante tribunales internacionales de arbitraje.
Incluso más allá del ámbito bilateral, uno de los puntos más controvertidos de varios de los acuerdos megarregionales de nueva generación -como el TLC Transpacífico (TPP), el TLC Transatlántico entre la UE y Estados Unidos (TTIP) y el TLC de la UE y Canadá- es la solución de controversias inversionista-Estado, que concita una fortísima oposición de la opinión pública en esos países, así como de legisladores europeos y de los más prestigiosos colegios de abogados de Alemania, entre otros. Incluso en Estados Unidos, el TPP en su conjunto, y en particular sus disposiciones inversionista-Estado, se han transformado en un tema candente de la campaña electoral en curso.
Asimismo se han expresado en contra del actual régimen varios expertos y relatores especiales de la Organización de las Naciones Unidas, y la propia Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, que otrora promovía los TBI, hoy lidera un proceso de reforma muy moderada del régimen internacional de protección de inversiones, que ofrece un abanico de opciones a muchos países que quieren zafar de la camisa de fuerza en la que se han convertido los TBI suscritos hasta la fecha.
En cuanto a la ratificación del TBI de Uruguay con Japón, lo absolutamente mínimo que se les debe exigir a los legisladores es que comparen las disposiciones del TBI de Suiza y Uruguay -al amparo del cual Philip Morris demandó a Uruguay por su política de protección de la salud- con las del TBI con Japón, con el ánimo de evaluar si al ratificarlo no nos expondríamos innecesariamente a nuevas demandas de empresas extranjeras.
En ese sentido, es importante señalar que el TBI con Japón también admite la solución de controversias inversionista-Estado y habilita a los inversionistas que puedan identificarse como japoneses a demandar a Uruguay ante tribunales internacionales de arbitraje de inversiones como el CIADI. Es más, el TBI con Japón ni siquiera exige al inversionista extranjero agotar primero la vía judicial en nuestro país antes de acudir al arbitraje internacional.
Otro elemento a tener en cuenta es que este TBI con Japón es mucho más detallado y explícito en la defensa de los intereses del inversionista extranjero que el TBI con Suiza. Veamos:
La definición de inversión protegida en el TBI con Japón es bastante más amplia que en el TBI con Suiza. En lugar de restringirse a la inversión extranjera directa o más explícitamente a las inversiones greenfield o nuevas (por contraste a la compra de activos existentes o las inversiones de cartera), en el TBI con Japón “inversión” significa [entre otras cosas] “todo tipo de activo de propiedad o controlado, directa o indirectamente, por un inversor, los cuales poseen las características de una inversión, tales como el compromiso de aportar capital u otros recursos, la expectativa de obtener ganancias o utilidades, o la asunción de un riesgo”; “…bonos, obligaciones, préstamos y otras formas de deuda, incluyendo derechos derivados de las mismas”.
Ambos TBI incluyen además en su definición de inversión elementos que hoy muchos países acertadamente cuestionan porque restringen su derecho al desarrollo, tales como todo tipo de propiedad intelectual, “o contratos tales como concesiones, licencias, autorizaciones y permisos, incluyendo aquellos para la exploración, explotación y extracción de recursos naturales; y cualquier otra propiedad tangible o intangible, mueble o inmueble, y cualquier derecho de propiedad relacionado…”.
Otro concepto fundamental es el de expropiación, que tanto en el TBI con Suiza como en el TBI con Japón está definida indebidamente de manera amplísima. Es decir, además de la expropiación directa entendida tradicionalmente como la nacionalización o confiscación de bienes tangibles, estos TBI amplían esa definición abusivamente para que incluya “cualquier medida equivalente a la expropiación o nacionalización”. Cualquier medida de política pública, cualquier ley o reglamentación, y en algunos casos cualquier dictamen de la Justicia nacional pueden ser interpretados por los tres árbitros del tribunal especialistas en derecho comercial privado como “equivalente a una expropiación” y dar lugar a la aceptación de jurisdicción del CIADI e incluso a un fallo contra el país.
Ambos TBI establecen la libre transferencia de ganancias y cualquier otro tipo de activos financieros, sin admitir la imposición de prácticamente ninguna condición al inversionista, en particular sin permitir medidas de promoción del desarrollo nacional, como la obligación de reinvertir parte de sus ganancias en el país que lo acogió. Ese fue uno de los peldaños de la escalera al desarrollo que utilizaron los países ahora desarrollados, que hoy nos niegan a los países en desarrollo receptores de inversión extranjera como el nuestro.
A diferencia del TBI con Suiza (que no se expide al respecto), otra innovación sumamente lesiva de los intereses populares incluida en el TBI con Japón es la prohibición de establecer requisitos de desempeño al inversionista extranjero. Al respecto, este TBI establece que “ninguna de las Partes Contratantes podrá imponer o hacer cumplir ninguno de los siguientes requisitos”, entre otros “alcanzar un determinado nivel o porcentaje de contenido nacional; comprar, utilizar u otorgar preferencias a las mercancías producidas o servicios suministrados en su Área, o comprar mercancías o servicios a una persona física o a una empresa en su Área; transferir tecnología, un proceso productivo u otro conocimiento de su propiedad a una persona física o empresa en su Área”.
Los requisitos de desempeño son herramientas fundamentales para que las inversiones contribuyan a los objetivos estratégicos de un país, pero estarán proscritos en caso de ratificarse el TBI con Japón.
Ambos TBI reproducen nociones amplísimas y muy difusas de ‘nivel mínimo de trato’ o de ‘trato justo y equitativo’ que son con gran frecuencia utilizadas por las empresas y los inversionistas extranjeros para demandar a los estados, incluido el caso de Philip Morris contra Uruguay.
Además de todas estas disposiciones antedichas, que constituyen el núcleo central de casi todos los TBI suscritos en la década del 90, el TBI con Japón incluye otra serie de cláusulas nuevas típicas de los TLC de última generación, como el TPP, el TTIP y el TISA.
Es decir, si nuestros legisladores ratifican el TBI con Japón estarán aceptando muchas de las cláusulas lesivas que ya antes habíamos rechazado en el TISA, incluidas las que consagran un advenedizo concepto de transparencia, que nada tiene que ver con la transparencia y el acceso a la información que reclamamos desde las organizaciones sociales y populares e incluso desde el Parlamento, sino que refiere a “las formalidades especiales y requisitos de información […] y sobre los procedimientos para brindar oportunidades razonables para los comentarios públicos [de los inversionistas] con anterioridad a la adopción, derogación o enmienda de las normas generales que pudiesen afectar el Acuerdo”. (corchetes nuestros). La ratificación de este TBI con Japón significaría abrir una puerta inmensa (que ya habíamos cerrado con el rechazo al TISA) a la injerencia y participación directa y privilegiada de las transnacionales y los inversionistas extranjeros en el proceso legislativo nacional.
En el proyecto de ley que envía al Parlamento, el Ejecutivo argumenta que “existe una importante presencia de empresas japonesas operando en el mercado uruguayo […] en las áreas de la industria manufacturera de autopartes, logística en zonas francas, así como también la planta regasificadora y proyectos de energía eólica. A su vez se aspira a que con este Acuerdo se pueda continuar promocionando la atracción de inversiones desde Japón a Uruguay en otras áreas”.
Al respecto, hay que destacar que esas inversiones recientes no necesitaron un TBI para establecerse. Cabe entonces preguntarse ¿por qué habrían de necesitarlo las supuestas nuevas inversiones japonesas que estarían en puerta? ¿O será acaso que alguna de esas empresas ya establecidas quiere ahora demandar al país en tribunales internacionales de arbitraje para no tener que cumplir con los derechos de los trabajadores o resolver con una potencial indemnización del Estado sus actuales escollos económicos, tal y como se ha hecho costumbre últimamente en la proliferación de demandas de empresas insolventes contra estados? ¿O serán simplemente las presiones de uno de los socios importantes del TPP que sabe de las intenciones de la cancillería de sumarse a ese acuerdo?
Cualquiera sea el caso, no es de buen recibo ratificar este TBI. Por el contrario, en base a lo expuesto, consideramos que urge iniciar un proceso de auditoría de los TBI ratificados por nuestro país hasta la fecha, antes de continuar por esta senda que abre las puertas a nuevas demandas y a la primacía de los intereses de las empresas transnacionales por sobre el bienestar general.