Este año vivimos la peor crisis de abastecimiento de agua potable en el país de por lo menos los últimos 40 años. A pesar de las aseveraciones contradictorias y falsas de parte de OSE y el gobierno nacional, quedó claro que el descomunal aumento de los valores en cloruros y en sodio en el agua tenía importantes implicancias para la salud de la población.
1.700.0000 personas se quedaron, de un día para otro, sin agua potable, en un país que en octubre de 2004 y a través de un plebiscito dictaminó en el Artículo 47 de su Constitución que el agua potable es un derecho humano fundamental, y que los servicios de agua potable y saneamiento deben ser prestados exclusiva y directamente por personas jurídicas estatales.
Ante esta situación resulta fundamental realizar un análisis en profundidad de las causas estructurales de la crisis hídrica y sanitaria, lo cual implica ir más allá de la sequía que atravesó el país. Un análisis integral de la coyuntura actual exige poner la mirada en la falta y/o débil ejecución de políticas de gestión sustentable y participativa de las cuencas hidrográficas, que ha generado una situación crítica en la cuenca del Río Santa Lucía, fuente de agua para más del 60% de la población nacional.
A su vez, se ha eludido y negado un debate profundo sobre el modelo productivo, sobre las implicancias de la apuesta al agronegocio forestal y celulósico, con sus paquetes tecnológicos asociados, y los impactos en nuestros bienes comunes, muy especialmente en el agua. En ese sentido, no se han aceptado nuevas medidas sugeridas por la sociedad civil y la academia para reducir el impacto del agronegocio.
Por el contrario, lo que vemos son límites y recortes a la participación de la sociedad civil en la planificación, gestión y control del agua en los territorios, obstaculizando el normal funcionamiento de las comisiones de cuenca y los consejos regionales de recursos hídricos. Además, hay que señalar una reducción progresiva de las inversiones en infraestructura y de personal en la OSE.
El “abandono” de OSE tal vez pueda ser explicado por las nuevas apuestas del gobierno nacional a la privatización del servicio de agua potable, con el proyecto Neptuno, también llamado Arazatí.
Frente a este panorama, adquiere especial valor este documento, que es producto de un diálogo que tuvo como protagonistas a la Red Nacional de Semillas Nativas y Criollas y REDES – Amigos de la Tierra Uruguay, que da cuenta de numerosas consecuencias socio-ambientales de una política de manejo del territorio y sus cuencas guiada por el interés económico y no por la necesidad de salvaguardar la salud de los territorios y sistemas ecológicos para garantizar la realización de los derechos humanos y de los pueblos, y la sustentabilidad de la vida.
Este proceso de diálogo e investigación participativa que Julián Ariza documentó cuidadosamente, se inició hace varios años y no previmos en ese momento la crisis del agua actual. Sin embargo, las organizaciones que luchan por el derecho humano al agua y la soberanía alimentaria con una perspectiva de justicia ambiental llevamos décadas denunciando que el modelo del agronegocio afecta gravemente nuestros suelos, biodiversidad, el agua y la salud de la población. Por eso compartimos el fruto de nuestros debates.
El presente trabajo se mete en las entrañas de las vulneraciones al derecho humano al agua por parte del agronegocio forestal y sojero, en la apuesta redoblada a los agrotóxicos y sus consecuencias, en la amenaza de la minería y el fracking y las falsas soluciones del capitalismo verde. Las siguientes páginas también dan cuenta que las causas estructurales de la crisis hídrica, como la apuesta a un modelo productivo que avasalla los bienes comunes y a una gestión territorial que beneficia a las empresas y no a los pueblos, no son casuales.
Son parte de un paquete enmarcado por otros proyectos regresivos en materia de derechos humanos y justicia ambiental, como la Ley de Riego, la Ley de Urgente Consideración (LUC), el Proyecto Neptuno, la Ley de zonas francas y los mecanismos de estímulo a las inversiones extranjeras, los tratados bilaterales de inversión y los mecanismos de resolución de controversias de tipo inversionista-Estado. A lo que hay que agregar las leyes de presupuesto y las rendiciones de cuenta que siguen recortando el papel del Estado en muchas esferas.
La clave, las respuestas, pasan por promover una política pública con instrumentos que hagan posible un proceso soberano de gestión del territorio y sus cuencas, que respete los ciclos hidrológicos, asegure la participación social en la gestión de los bienes comunes, y promueva la agroecología en un marco de soberanía alimentaria. Una política que, al fin y al cabo, garantice los derechos humanos y de los pueblos.