El desarrollo entendido como crecimiento puramente económico basado en la acumulación de capital ha encontrado sus límites ecológicos. La capacidad de regeneración de los ecosistemas ya fue ampliamente superada y, de acuerdo con estudios científicos, estamos consumiendo el stock de la naturaleza y no los «servicios» que la misma está en condiciones de suministrar.
Es habitual escuchar que las catástrofes ambientales o el menos espectacular, pero constante, deterioro del medio ambiente se deben al azar o a la irresponsabilidad individual. Por el contrario, la mirada ecológico social parte de premisas totalmente opuestas.
No son el uno ni la otra los causantes de la crisis ecológica, sino el funcionamiento «normal» del capitalismo global basado en la lógica de la ganancia para la que los recursos naturales son gratuitos, eternos y están a disposición de quien quiera servirse de ellos. Uno de los problemas más obvios es la compartida creencia de que el crecimiento incontrolable es sinónimo de progreso humano. Esta idea se ha fijado en nuestra conciencia, del mismo modo que lo ha hecho la idea de que la propiedad es sagrada o natural.La necesidad de crecimiento está, en verdad, determinada por el sistema de mercado, ya que el crecimiento de cada empresa es la forma de enfrentar la amenaza que suponen las demás empresas. Los aspectos morales no tienen cabida en esta relación de competencia. El llamado a poner un límite al crecimiento es simplemente un primer paso para plantearle a la opinión pública la magnitud de nuestros problemas ambientales, pero a no ser que busquemos el origen del afán de crecimiento ese llamado será incumplible. No se puede detener el crecimiento dejando intacto al mercado, tal como no se podría detener el egoísmo dejando intacta la rivalidad.
Otra pretendida explicación de la crisis ambiental es el aumento de la población. Este argumento sería válido si se pudiera demostrar que los países con mayores índices de crecimiento demográfico son también los mayores consumidores de energía, de recursos naturales, de alimentos y los mayores contaminadores. Pero esa demostración es sencillamente imposible.
La «mala de la película» tampoco es la tecnología en sí misma, sin considerar los contextos en los que es usada y los fines a cuyo servicio está puesta (no para aliviar el trabajo humano, sino para aumentar la acumulación de capital).
También es injusto responsabilizar a las personas a título individual de los problemas ambientales de nuestro tiempo, acusándolas de consumir demasiado o reproducirse en exceso.
Algunas de las verdaderas preguntas acerca de los problemas suscitados por el crecimiento podrían ser éstas: ¿Qué criterios usaremos para determinar lo que es un crecimiento necesario o innecesario?, ¿quién tomará esa decisión?, ¿los gobiernos?, ¿los municipios?, ¿organizaciones barriales de las ciudades?, ¿deberían los ciudadanos controlar a las industrias y al comercio?, ¿deberían establecer un criterio legal para determinar las restricciones ecológicas a las inversiones?, ¿poder centralizado o local?, ¿cómo distribuir los recursos disponibles más equitativamente sin intensificar su explotación?
Definitivamente, los desajustes ecológicos no pueden separarse de los sociales.
En el Uruguay también pueden apreciarse las consecuencias más evidentes de este modelo de desarrollo insustentable. Muchas de esas consecuencias han sido identificadas por los grupos de base involucrados en el proyecto Uruguay Sustentable y señaladas en los mapas adjuntos. Algunas de ellas son:
Forestación. La actividad forestal está recibiendo desde hace más de una década un impulso sin precedentes en el país. La Ley Forestal de 1987 contempla exoneraciones impositivas, subsidios, líneas de crédito a largo plazo, importación libre de gravámenes para materias primas, maquinaria y otros insumos que ciertamente no recibe ninguna otra actividad productiva en el país. Tales estímulos estatales se basan en el argumento de que la forestación es una actividad beneficiosa para el país y para el medio ambiente. No obstante, el creciente desarrollo de la forestación y los apoyos estatales que ha recibido no contaron con un previo estudio de impacto ambiental serio y riguroso. La ley de impacto ambiental vigente no incluye a las plantaciones con especies exóticas entre los emprendimientos que necesitan un estudio previo para ser autorizados.
Numerosas investigaciones al respecto concluyen que esa visión optimista es como mínimo cuestionable. Entre otros factores se menciona que los grandes monocultiuvos forestales:
-generan cambios en la estructura, materia orgánica, equilibrio y cuantía de bases, fósforo y nitrógeno, difícilmente reversibles;
-no sólo no recuperan los suelos erosionados, sino que producen erosión si no se implementan medidas para evitarlo;
-en general redundan en la disminución del rendimiento hídrico de las cuencas;
-afectan severamente a las napas freáticas;
-son ecosistemas muy uniformes y, por ende, frágiles desde el punto de vista del control biológico y pueden sufrir severos ataques de plagas o ser ellos mismos fuente de inestabilidad en áreas aledañas;
-la idea de que los bosques pueden contribuir a mitigar el «efecto invernadero» por su capacidad de retener dióxido de carbono que de otra forma iría a la atmósfera, está demostrada en el caso de los bosques naturales, pero es mucho más cuestionable en el caso de los cultivos de eucaliptos. Entre otras cosas, porque estas especies de rápido crecimiento suelen ser destinadas a la producción de papel, en cuyo caso esa función, derivada de la actividad fotosintética de los árboles, ya no podría cumplirse.
Los defensores de los estímulos a la actividad forestal sostienen que la limitada superficie forestada no justifica las alarmas de los ambientalistas. Este argumento es en parte cierto. Sin embargo, entre 1990 y 95 se han forestado más de 100 mil hectáreas anuales y, según las previsiones de las autoridades, esa superficie seguiría aumentando hasta el año 2019, en el que se espera que aproximadamente 650 mil hectáreas estén ocupadas con eucaliptos y pinos (3,3% de la superficie total del país). Sin embargo, el área de prioridad forestal de todo el país, es decir aquellos suelos en los que esta actividad recibe los privilegios mencionados, representa 3,8 millones de hectáreas, casi 20% de la superficie útil del país. ¿Se convertirá en el futuro el Uruguay en un gran bosque artificial?
La respuesta es aún dudosa. Además de inversores locales, no faltan empresas multinacionales dispuestas a invertir (como ya lo hacen en nuestro país la Shell y otras), dado el redondo negocio que supone el suministro de materia prima para fabricar papel.
Erosión de suelos. La erosión es una de las formas de deterioro de los suelos. La lluvia y el viento son causa de erosión, pero cuando se trata de un fenómeno natural, ésta es extremadamente lenta y puede ser revertida si se toman las precauciones oportunas. Sin embargo, cuando la provocan determinadas actividades humanas, como la deforestación, el sobrepastoreo o las prácticas agrícolas inapropiadas, el fenómeno es mucho más rápido y grave. Esto último es lo que está ocurriendo en buena parte del planeta y también en Uruguay. La erosión de los suelos puede conducir -ha conducido ya- a la desertificación de la tierra.
Muchos productores agrícolas y ganaderos se comportan ante el recurso tierra como si se tratara de un bien inagotable. Pero cuando el productor de arroz o cereales cultiva, se apropia de una parte del patrimonio natural en forma de materia orgánica, de fertilidad natural. Su rentabilidad se basa en los atributos naturales del ecosistema afectado. Esto no implica que el suelo deba permanecer intocado o destinado únicamente a actividades que no lo modifiquen en absoluto, sino que éstas deben tener en cuenta que ese recurso no es inagotable y, por lo tanto, que su uso no puede entenderse únicamente como medio para aumentar a corto plazo las ganancias de quienes lo explotan, ignorando su conservación a largo plazo.
No existen datos actuales disponibles sobre el grado de erosión de los suelos en el Uruguay. La Dirección de Suelos realizó hace dos décadas algunos estudios parciales al respecto, que indican que más del 30% de la superficie del país sufre algún tipo de erosión (28% por ciento erosión ligera o moderada y algo más de 2%, erosión severa). Con toda seguridad estos datos se han modificado (para peor), pues fueron relevados antes del apogeo de la actividad forestal.
Agrotóxicos. En el mapa adjunto se puede contemplar cómo el uso de agrotóxicos (plaguicidas, herbicidas, etc.) ha sido identificado como uno de los problemas socioambientales más importantes en numerosas localidades y regiones del país. En la década del 50 fueron lanzados al mercado numerosos productos químicos que fueron presentados como la solución maravillosa contra las plagas y para aumentar el volumen de las cosechas.
Tuvieron que pasar un par de décadas para que se pudiera ver que «el remedio» resultó más dañino que la enfermedad.
Los peligros derivados del uso de agrotóxicos conciernen en primer lugar a los trabajadores rurales que los manipulan, pero también a la salud de los consumidores de los productos fumigados. Finalmente, los propios recursos naturales (principalmente los ríos) suelen estar contaminados con esos productos.
Para colmo, con el uso indiscriminado y permanente de agrotóxicos, se pierden también los supuestos beneficios que tienen, puesto que las plagas que atacan los cultivos mutan y se hacen resistentes a los químicos, exigiendo así una dosis más alta, que aumenta la dependencia de los productores respecto a las grandes empresas que fabrican los químicos.
Numerosas investigaciones científicas en el mundo entero demostraron la presencia de plaguicidas en el tejido adiposo de mamíferos marinos y otros vertebrados e incluso en la sangre de seres humanos y en la leche materna. También pusieron en evidencia que muchos agroquímicos causan daños genéticos, cáncer y depresión del sistema inmunológico.
Dado que en Uruguay no existe un seguimiento serio y riguroso al respecto, no es posible saber qué influencia puede tener el uso indiscriminado de agrotóxicos en el aumento de la incidencia del cáncer en nuestro país.
Lo que sí se sabe es que al menos 200 productos plaguicidas prohibidos en otros países o cuyo uso no es recomendado por las Naciones Unidas se comercializan legalmente en Uruguay.
Degradación de la costa. A través de fraccionamientos independientes y sin conexión orgánica, la industria turística ha generado en el Este del país un paisaje urbano fragmentado y desestructurado. Este tipo de ocupación degrada el medio ambiente, tiende a deteriorar la calidad de vida de los veraneantes y residentes y no es sostenible en el largo plazo.
Prácticamente todos los ecosistemas costeros de las zonas así «desarrolladas» han sido destruidos o, como mínimo, muy afectados. Los ecosistemas dunares y arenosos que cubrían parte del litoral y que le daban su carácter único en la América templada han desaparecido, sustituidos por montes de pinos, construcciones, etc. Los ecosistemas lacunares y palustres asociados también han sido muy afectados a causa del vertido indiscriminado de efluentes urbanos e industriales y de rellenos en las zonas bajas para poder construir. La mayoría de los bañados y esteros ha sido desecada, eliminándose nichos ecológicos únicos para múltiples especies de vertebrados e invertebrados.
Las playas también han sido afectadas. La fijación de las dunas (verdadera obsesión de tecnócratas e inversores) trajo como consecuencia una disminución del aporte de arenas a las playas, las que han terminado erosionándose en las últimas décadas. Las zonas litorales acuáticas también han sido degradadas, debido al vertido de aguas negras urbanas e industriales y al flujo regular de aguas fluviales cargadas de basura y agroquímicos.
Este modelo de colonización costera de Canelones y Maldonado pretende ser extendido ahora al departamento de Rocha. Para ello, los intereses inmobiliarios de la zona presionan insistentemente para que se construya un puente sobre la ruta 10 para unir los departamentos de Maldonado y Rocha por la costa. Además de facilitar ese tipo de desarrollo turístico, dicha obra de infraestructura afectaría dramáticamente las áreas de las lagunas de Rocha y Garzón, dos ecosistemas de gran fragilidad con una variadísima fauna.
Despoblamiento rural. Otro fenómeno reiteradamente mencionado por aquellas organizaciones locales que participaron de la confección de los mapas adjuntos es el vaciamiento demográfico de las áreas rurales. La reducción en términos absolutos y relativos de la población rural es un fenómeno inherente al desarrollo del capitalismo. Lo que algunos denominan la «industrialización» de la agricultura, es decir la maquinización y la modernización en general de las actividades agropecuarias produce mano de obra ociosa en el campo y, por ende, el traslado de grandes contingentes humanos a las ciudades, donde los emigrados se asientan en los cinturones periféricos y nutren la masa de marginados.
El fenómeno se ha agudizado como consecuencia de la liberalización económica, que ha provocado la desaparición de numerosas actividades por no resultar competitivas. Los trabajadores de esas áreas se convirtieron en población superflua. Las producciones de caña de azúcar y de remolacha son apenas un ejemplo de estas tendencias.
Las estadísticas demográficas indican que la población rural del Uruguay ascendía a 18% del total en 1970, a 17% en 1975, a 13% en 1985 y a 10% en 1995.
Contaminación de ríos y arroyos. La degradación de ríos y arroyos del país es un fenómeno que se ha acentuado en las dos últimas décadas. Ejemplo ilustrativo de este proceso es la situación del principal río del país, el Uruguay. Las poblaciones ribereñas han reparado que a partir de la década pasada, el río adquirió un color pardo-rojizo que contrasta con la transparencia que antes tenían sus aguas. El incontenible proceso de erosión de suelos en el Alto Uruguay, debido a la deforestación de la selva subtropícal, y la intensidad con la que se explotan los suelos -sin técnicas para prevenir la erosión- son causas de ese deterioro.
A ello debe sumarse el desarrollo de cultivos como el arroz, en territorio brasileño, y la caña de azúcar y la horticultura, en Uruguay. La tecnología utilizada en toda el área (Argentina, Brasil y Uruguay) y el deslumbramiento por los agroquímicos (que incrementan las cosechas) contribuyeron a ignorar las denuncias de los ambientalistas acerca de los riesgos que esa forma de producción comportaba sobre suelos, ríos, flora y fauna.
Por si fuera poco, numerosos cursos de agua se consideran muertos o casi muertos debido a la actividad de las industrias instaladas sobre sus orillas. A la altura de Paysandú, las curtiembres y otras industrias han provocado, a causa de los vertidos de sus residuos una justificada alarma en la población.
Así, en extensas zonas de la costa del Uruguay han desaparecido aves y mamíferos, muchos de sus afluentes (y el Uruguay mismo) se hayan contaminados con productos químicos, el número de peces (de los que vivían algunas cooperativas de pescadores artesanales) se ha reducido dramáticamente.
El deterioro general de la cuenca del río Uruguay también tiene consecuencias sobre la salud de la población. En años recientes los pobladores de algunas localidades de la cuenca no han podido beber el agua «potable» extraida del río ni bañarse en sus aguas, una de las actividades recreativas más importantes durante el verano.
La salud laboral. La despreocupación del Estado y de las empresas y el incumplimiento de la legislación internacional suscrita por Uruguay, han generado un cuadro alarmante en lo que atañe a la salud y al medio ambiente laborales. El promedio de muertes en accidentes de trabajo en las dos últimas décadas fue de 80 asalariados por año, a las que hay que sumarle 700 personas que quedan incapacitadas de por vida cada año por las mismas razones.
Sin embargo, estas cifras incluyen únicamente los decesos en el acto en el lugar de trabajo. Raramente los organismos oficiales, como el Banco de Seguros del Estado, contemplan las enfermedades profesionales como causa del fallecimiento de un trabajador. De hecho es imposible en el Uruguay demostrar, por ejemplo, la relación entre el cáncer contraído por un trabajador y la manipulación de una sustancia tóxica o un medio ambiente laboral contaminado.
En la agricultura, por ejemplo, no se registran muertes por manipulación de sustancias químicas, sino únicamente por el uso de maquinaria, por golpes de animales, caída de árboles o consumo de agua contaminada.
El concepto de enfermedad profesional, muy resistido por el propio BSE, da cuenta de fenómenos que no pueden atribuirse al «azar» con el que habitualmente se vinculan los accidentes de trabajo, sino a condiciones de trabajo regulares y permanentes, que desprecian la salud de los trabajadores, a los que consideran simplemente «factores de producción». Un ejemplo de estas afirmaciones es el de las mujeres que trabajan en plantas procesadoras de pescado, que en años recientes padecieron una enfermedad profesional que afectaba a sus manos y tendones (tenosinobitis), causada por la fuerza que tenían que hacer con sus manos para cargar tachos muy pesados. El BSE trató todos los casos como accidentes individuales de trabajo. Para probar la existencia de una enfermedad profesional, el trabajador tiene que demostrar una relación muy directa entre deterioro de la salud y condiciones laborales. Así, está contemplado que un conductor de ómnibus puede padecer desviaciones de columna, o silicosis el trabajador de una cantera. Pero la úlcera, la alteración del ritmo cardíaco o un desequilibrio siquiátrico por trabajar en ambientes ruidosos durante años no se considera una enfermedad profesional.